lunes, 20 de septiembre de 2010

Impuestos y desigualdad

Por Jorge Gaggero *

PUBLICADO EN PAGINA 12 EL 20/09/2010

¿Cómo impacta el sistema tributario sobre la desigualdad en Argentina?


–Los impuestos y el gasto público mejoran muy poco el nivel de (in)equidad. La gran desigualdad impuesta por el funcionamiento del mercado, a pesar de las regulaciones estatales que apuntan a limitarla mediante políticas macroeconómicas, sectoriales, la política laboral y otras acciones distintas de las propiamente fiscales, resulta apenas corregida por la acción propiamente fiscal –la recaudación de impuestos y la distribución del gasto público–.

Su efecto es marginal: logra bajar el índice que mide la desigualdad –llamado Gini– desde el 0,51 que define el mercado a 0,49 (2006).

Ese índice mide el nivel de equidad de un país entre los extremos de una absoluta igualdad (valor 0) y la extrema desigualdad (valor 1); cuanto más cercano a 1, refleja una situación de mayor desigualdad y cuanto más próximo a cero, una más equitativa. La desigualdad de ingresos resultante en Argentina es similar al promedio de América latina y bastante superior a la mundial que promedia en 0,39.

–¿Por qué el aporte fiscal a la corrección de la inequidad es tan limitado?

–Primero, porque nuestra estructura tributaria es muy regresiva y los niveles de evasión/elusión son muy altos. El sistema tributario privilegia los impuestos a los consumos y muestra un nivel de carga muy débil sobre los ingresos y los patrimonios de los más ricos. La leve mejora lograda en la última década se debe al efecto de las “retenciones” sobre las exportaciones, cuya subsistencia depende de las presentes condiciones del contexto global y local (de limitada aunque impredecible duración). Segundo, porque la propia estructura del gasto no parece mostrar un sesgo progresivo suficiente.


Esto de debe:

1) al peso de los servicios de la deuda externa;

2) a las abultadas transferencias a empresas privadas y subsidios orientados a sectores sociales que no los necesitan;

3) a las ineficiencias y “filtraciones” en la inversión pública;

4) al limitado alcance y la insuficiente “progresividad” en el suministro de bienes públicos (educación, salud y otros);

5) a la muy limitada eficiencia del aparato de gestión estatal (y también de los poderes del Estado, al nivel político); y

6) a la propia ineficacia y “desvíos” en la gestión en los programas sociales más redistributivos.

Las recientes reformas previsionales y la Asignación Universal por Hijo constituyen –junto con la política estratégica de reducción de la deuda pública neta– reformas que van en el sentido correcto.

Están pendientes serios desafíos adicionales, tanto del lado de los ingresos como del lado del gasto público. Si no se logra “legitimar” el nivel y la estructura del gasto público entre amplios sectores de la sociedad –en especial, entre las “clases medias”– será difícil que se puedan encarar en el futuro cambios significativos en la estructura tributaria.

–¿Siempre ha sido así?

–No. Hace 50, 60 años la Argentina mostraba una presión y estructura tributarias más parecidas a las del mundo desarrollado que a las del resto de América latina. El impacto distributivo de la acción fiscal era muy superior al presente y también el nivel de igualdad resultante. La caída sufrida por el país, desde un sistema tributario tan progresivo a uno notablemente regresivo, es una seria “anomalía” histórica.

–¿Qué implicancias tendrá esta historia en un eventual proceso de reformas fiscales, progresivas y sostenibles?

–Varias y muy importantes. Se ha consolidado una estructura estatal degradada e ineficiente, colonizada por intereses corporativos de todo tipo. El Estado se volvió permeable al poder de un sector privado crecientemente concentrado y transnacionalizado y con frecuencia sujeto a fuertes disputas por la hegemonía en su seno.


Se han registrado además, durante el período de caída, severas redistribuciones regresivas de la riqueza de muy difícil reversión a través de:

1) la nacionalización masiva de pasivos privados;

2) la constitución –de un modo particularmente dañino– de una enorme deuda pública externa;

3) un extenso proceso de privatizaciones que liquidó, a precio vil, el patrimonio público acumulado por varias generaciones y condiciona el presente y el futuro que incluyó a los sectores de hidrocarburos y energía, y la entrega en condiciones alevosas de la explotación de la pesca y la minería; y

4) el deterioro de la educación pública. Esta concentración de la riqueza ha tendido a ampliar y consolidar los cambios negativos en el campo de los ingresos, necesariamente vinculado con la distribución de los patrimonios.

–¿Qué se puede hacer entonces?

–Sería necesario que las organizaciones sociales comenzaran a informarse y actuar a favor del cambio. Un avance reformista requeriría además que:


1) una amplia coalición político-social reclame y respalde los cambios necesarios;

2) exista fuerte voluntad en los más altos niveles políticos, para iniciar y sostener en el largo plazo estos cambios sustanciales en la distribución de ingresos y también –hasta donde sea posible– de riquezas; y

3) cierta voluntad para arribar a compromisos que eviten las rupturas por parte de los “poderes fácticos” acostumbrados a no contribuir en Argentina. Algunos temas clave de la agenda reformista requerirán acciones a nivel regional y supranacional: se trata de los casos, entre otros varios, de la regulación financiera global necesaria; del establecimiento de una autoridad tributaria global; de la eliminación, o limitación sustancial del margen de maniobra, de los paraísos fiscales; y de las acciones eficaces y perentorias necesarias en materia ambiental.

* Economista, miembro del Grupo Fénix e investigador en el Cefid-Ar
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