viernes, 3 de febrero de 2012

El pensamiento colonizado de las elites riojanas




"No hay colonizado que no sueñe, cuando menos
una vez al día, en instalarse en el lugar del colono"
Frantz Fanon. 1968

 
La ciudad de La Rioja fue fundada persiguiendo una ilusión. La misma que había traído a los españoles desde tan lejos: encontrar el oro y los minerales preciosos que ya estaban saqueando del Perú y de México. La plata que abundaba en el cercano Potosí y que Juan Ramírez de Velasco buscaba en la región siguiendo los relatos que había escuchado de los primeros habitantes de la tierra americana.

El oro y la plata que Juan Núñez de Prado había conocido, cuarenta años antes, cuando llegó hasta las minas de Famatina; las mismas que buscaba Ramírez de Velasco cuando partió de Santiago del Estero un 24 de marzo de 1591, y creyó encontrar cuando entró al valle de Yacampis fundando la ciudad en el sitio equivocado pues su propósito había sido levantarla cerca del cerro Famatina y no al pie del que más tarde llevaría su nombre, que está vacío de metales.


El oro y la plata que los diaguitas producían desde muchos siglos antes que los árabes conquistaran el sur de la Península Ibérica y continuaban extrayendo luego de la Reconquista de Granada por el Reino de Castilla y Aragón, quienes armaron a Colón para "descubrir" un continente que le llevaba años de ventaja cultural pero inferioridad tecnológica/militar, lo que les posibilitó reducir a miles de sus habitantes a la servidumbre y la esclavitud. Servidumbre que los españoles impusieron a los pueblos originarios por medio de la llamada encomienda que adjudicaba tierras, incluida la población originaria que en ella hubiera (el indio era para el colonizador una cosa como los árboles o los guanacos) y que fuera el origen de tantos pueblos riojanos como: Vinchina, Jagüé, Famatina, Guandacol, Sañogasta, Pituil, Aimogasta, Aminga, Sanagasta, Olta, Atiles y Polco.


A pesar de ser básicamente pastores y agricultores, los calchaquíes no aceptaron mansamente la invasión colonial. Resistieron como pudieron durante largos años, y en 1.632 gestaron una gran rebelión, que fue aplastada con el terrible saldo de sus pueblos casi exterminados y los pocos sobrevivientes dispersos en "encomiendas", muy lejos de su hábitat habitual.


El cacique Chalimin era su jefe. Siete años resistieron la prepotencia y la brutalidad de los colonialistas españoles. Eran la encarnación de la profecía de San Francisco Solano quien al irse de La Rioja, cansado de la hostilidad y desprecio con que los españoles respondían sus denuncias, sacudió sus sandalias para no llevarse ni un grano de arena riojana y les gritó en la cara: el que a hierro mata, a hierro perecerá, mataste a los indios, ellos os matarán . El descuartizamiento del cacique Coronillas, en Nonogasta, le había advertido de la crueldad del enemigo, enseñándole a no implorar clemencia a semejantes monstruos, enfrentando con dignidad la muerte cuando le llegó.


Primero lo ahorcaron, después lo descuartizaron, su cabeza fue clavada en el rollo de justicia de La Rioja y su brazo derecho en la picota de Londres de Pomán.


El genocidio fue tan brutal, que para fines de siglo XVIII estaban prácticamente desaparecidas las antiguas naciones indígenas de los Olongastas, los Capayanes y los admirables Calchaquíes, pueblos incorporados al Imperio Inca y por ello tributarios de sus avances científicos y culturales.


Juan Ramírez de Velasco había estimado en 1591 que los tres pueblos sumaban algo así como 32.000 aborígenes; y si sabemos que para 1795 los negros esclavos (importados para reemplazarlos en las tareas mineras, agrícolas y de servicio) ya superaban en número a los indios, y que en 1820 el total de habitantes de La Rioja apenas superaba los 20.000 individuos de los cuales sólo 3.178 eran descendientes de los bravos calchaquíes, podremos entonces comenzar a tener una idea del grado de crueldad y salvajismo con que procedieron los colonialistas españoles con los primeros habitantes de estas tierras, tan lejos del mito (justificador del colonialismo) de la cruz y la espada.


La historia oficial afirma que La Rioja ha sido siempre una provincia pobre, cuya presunta precaria economía fue destrozada por la rebelión de los caudillos Quiroga, Peñaloza y Varela. Nada más erróneo: la rebelión montonera tiene su origen en la lucha contra la miseria, la ignorancia y la opresión. Cuando en 1870 muere Felipe Varela (en Chile, poco después de ser derrotado en Pozo de Vargas, privado de agua, como una metáfora del futuro: los pueblos derrotados por el Poder, serán privados del agua) la "civilización" de la oligarquía porteña había derrumbado la economía del país interior, sometido a sus habitantes y cimentado las bases férreas para la marginación total -social, política, económica- de las mayorías populares.


El principal detonante de las guerras civiles argentinas fue la lucha por el mercado interno entre las economías regionales del interior -abandonadas a su suerte y sin protección- y la burguesía mercantil porteña, agente del imperialismo británico. Quiroga -igual que Chacho y Varela- sostenía el reparto de las rentas nacionales entre las provincias y una política proteccionista para las economías regionales. Si en 1835, tras el asesinato de Facundo, Rosas condenó el tratado de Santiago del Estero por considerarlo preparatorio de la organización federal del país, en 1849 se opondrá a la explotación del mineral del Famatina porque no admitía la autonomía económica de la región a la que quería someter.


En 1863, el mismo año que las tropas porteñas del presidente Mitre, bajo el mando de Sarmiento, asesinan al Chacho Peñaloza (y su cabeza, como la de Juan Chalimin, cortada y exhibida en la plaza pública de Olta), la economía riojana era capaz de producir 49 mil barriles del mejor vino y 1.000 de aguardiente, 5.000 arrobas de pasas de uva y 2.000 de higos, 25.000 fanegas de trigo y también maíz, legumbres, frutos, azafrán, y cochinillas para tinturas.


(*) - Secretario nacional de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre- 




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